quinta-feira, 12 de agosto de 2010

MANOEL LOZANO - POETA ARGENTINO E MEMBRO DE POETAS DEL MUNDO


Escribo con un dolor terrible estas palabras, indecible. Nadie acepta ni se resigna a lo que llamo "la gran nómade", y menos aún cuando sorprende de manera tan súbita. La muerte no tiene significados. No es intercambiable con ninguna cosa de este mundo, ni siquiera con el misterioso nacimiento. Ahora pienso en aquellas líneas de Poe: La muda permanencia en los umbrales del gran pórtico abierto de los sueños. Pero una percepción me alivia: tener la certeza de que un ser tan hermoso, como es mi padre, haya entrado definitivamente en la Luz. En la más plena travesía de Su desnudez.


Estaba conversando con mi hermana Adriana (la Gracia hizo también que ella lo visitara en estos días), sintió un dolor en el pecho y se acostó, como quien se acuesta a dormir. Una prueba incontrastable de su nobleza fue llegar a pedirle, literalmente, "que no se llamara a nadie". Este mero enunciado nos habla de una vida cuyo desinterés rozó límites de santidad y heroísmo. ¡Los héroes anónimos de Walt Whitman! Curiosísimamente, levantó su brazo izquierdo haciendo un gesto de hasta luego...


Acababa de disfrutar unos tangos, música que lo acompañara desde siempre con una fidelidad a prueba de fuego. De niño, se recordaba escuchando la trágica noticia de Gardel, y luego corriendo hasta la vieja estación francesa de ferrocarril para darle la noticia a mi abuelo. San Francisco quedaba, en señal de duelo, dos noches completamente a oscuras. Su memoria era inmensa, tenía la virtud de recordar, hasta en el más mínimo detalle, caras o conversaciones de hacía medio siglo.


En esa memorabilia había un lugar especialísimo para Evita. Conoció a Eva Perón, por quien sentía una admiración mucho más que profunda, y a quien defendiera con un ardor inclaudicable en tiempos de feroces dictaduras. Recuerdo, me recuerdo jugando en el patio de mi casa de infancia (tendría yo unos seis años), debajo de dos mandarinos y un rosal salvaje, y descubriendo en un viejo libro la foto de "la única reina que tuvimos", como quiere la Walsh, con el pelo suelto, al aire. Pregunté, con esa ingenuidad -tan desnuda- de los niños, quién había sido. Él me miró con esos ojos de verdor siciliano y sólo atinó a contestarme con gran tristeza: -Una mujer muy buena, hijo.


Lo encontré durmiendo. Lo vi dormido, debajo de un Cristo blanco de marfil, resplandeciente en medio de la ceguedad, a la espera del día interminable (incalculable) sin noche de la Restauración. Gracias, papá, por los más altos dones que me enseñaste: la honestidad, el trabajo, y el amor al prójimo. Nos dijimos las palabras del mundo, conversamos las palabras del mundo, pero siempre las de tu corazón curaban las lastimaduras para abrir el júbilo con el canto del pájaro blanco y amarillo que vuela en nuestro asombro.
Gracias infinitas, amigos y amigas, por acompañarme en estos momentos en que el dolor late y prueba hasta la raíz del grito. La raíz del grito lustral que es orgullo y alegría. Y crece.


Manuel Lozano

Buenos Aires, julio de 2010

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